Por Diego M. Vidal
Tango del muerto
Capítulo I
“Yo adivino el parpadeo”
La mosca se mostraba indecisa. Volaba en círculos o se posaba sobre una mancha viscosa
que cruzaba la mesa. Daba un salto desde la mano yerma que sostenía un cuchillo untado
con manteca y, nerviosa, volvía a comenzar el recorrido con un breve intervalo en la calva
del cadáver. El Inspector Ramón Velázquez Ortiz la espantaba con su libreta, en un intento
de mantener algo de respeto que el insecto se empeñaba en vulnerar, mientras observaba
el rastro seco de lo que pudo ser café con leche y dibujaba el derrotero de la taza
estrellada en el piso luego que la frente del occiso diera contra ella al morir.
- Julio Marcial Troncoso – dijo una voz a espaldas de Velázquez
- ¿Cómo? – interrogó éste sin voltearse para ver entrar a su ayudante que confirmaba la
identidad del muerto. Volvió a espantar la mosca que ahora caminaba sobre la nuca del
mismo.
- También se lo conoció como “Julito” o “El Mirlo”. Cantor de tangos, paraguayo. Nacido
en Asunción hace 87 años. Un metro 70, tez morena, calvo, pijamas permanentes,
pantuflas, no hablaba casi con nadie, siempre respondía los saludos cantando un tango.
Cortés, pero sin llamar demasiado la atención. Tuvo su cenit musical por los años 60 y 70,
recorriendo cuanto club y milonga había en Buenos Aires, incluso en lugares como Caseros
y San Martín, en la Provincia. Cantando alguna vez en el Centro Almacenero de Olivos,
función que terminó en escándalo de sillas voladoras y botellazos contra el suelo, cuando
uno de los gallegos de la comisión directiva encontró a sus hijas retozando con Marcial y
sus músicos detrás del escenario. Salvó su vida de milagro, aunque en la fuga uno de los
vidrios de las botellas que estallaron, le alcanzó en el cuello provocándole una herida
profunda que por milímetros no le secciona la yugular. La sangre lo enlodó y hasta ensució
el tapizado del “Merceditas” con el que recorrían los lugares de actuación. Esa misma
noche debía cantar en un bodegón de Flores y allí llegó, con un pañuelo cubriéndole la
herida, el cuello de la camisa rojo de sangre y aún así cantó ante un público maravillado
porque había corrido la voz de que el tajo provino de la navaja de un taita con el que se
había trenzado por una deuda de juego. Jamás sabrían que fue la ira ibérica desatada
porque un padre encontró la cara de Troncoso debajo de las polleras de su hijita de 17
años. – Respiró hondo y sin levantar la vista de la tablet, el Sargento Marcelo Gutiérrez
Sampietro esperó la reacción de su jefe.
El inspector se mantuvo en la misma posición de análisis de la escena, mientras masticaba
su molestia por lo que consideraba excesiva diligencia de Sampietro y creía notar un dejo
de soberbia en ese joven suboficial que previo a llegar al lugar ya había recopilado un
perfil del hombre sentado a la mesa desnuda de la cocina, la cara hundida en el plato,
vestido sólo con una bata raída, cerrada a medias con un lazo en la cintura y descalzo.
“¿Paraguayo?, Gardel entre francés y uruguayo, Lepera brasileño... ¿quién carajo asegura
que el tango es argentino? Bueno, al menos habrán venido a aprenderlo acá”, se consoló
con un chovinismo ramplón.
El carraspeo del sargento, que todavía esperaba detrás suyo, lo hizo resoplar por lo bajo y
al girar para mandarlo a la puta que lo parió, pero esta vez con vehemencia y todas las
letras, vio llegar a la Policía Científica y contuvo la reacción. Los especialistas comenzaron
a revolver la casa, tomar medidas y esparcir químicos.
- Parece que se le apagó la vela... - comentó Velázquez a uno de los peritos que tomaba
fotos del cuerpo y el lugar, para en seguida colocarlo en una camilla.
La cremallera de la bolsa plástica se abrió y provocó un escozor en el veterano policía.
Sensación que nunca pudo superar, a pesar de los años que llevaba en servicio. Cuando el
lúgubre envase iba a ocultar el rostro del viejo, algo le llamó la atención.
- Espere – ordenó. Se acercó un poco más y notó la marca inequívoca entre cien y cien –
Ciérrela- dijo y de inmediato miró a Sampietro – Sargento, busqué un bisoñé o peluca –
inquirió y tuvo la sensación de que al fin le había sorprendido y ganado en esa pulseada
unipersonal que tenía con el muchacho desde que se lo asignaran de ladero. La mirada
suspendida del mismo le provocó una media sonrisa y repitió la orden – Busqué algo que
tenga pelos y se pone en la cabeza – se burló y entonces apareció un oficial con el
peluquín.
- ¿Dónde lo encontró? – preguntó Velázquez.
- En el fondo de la bañera – fue la respuesta del perito. – Lo usaba como tapón para que el
agua no se escurriera – agregó.
El inspector tomó la bolsa con el objeto – No lo creo, la víctima lo usaba de modo
permanente. La marca del elástico en el cráneo lo confirma. Incluso tiene teñidas las cejas
del mismo color –
- ¿Víctima? – preguntó el sargento. – Recién aseguró que habría fallecido de forma natural
– chuzó.
Velázquez acusó recibo de la revancha que se tomaba su subalterno después del efímero
triunfo anterior, cuando le señaló la falta del adminículo piloso. Era verdad, él determinó
casi prematuramente sobre el motivo del deceso. Ahora, si parecía contradecirse, su
instinto era el responsable. Estos cantores de tango de antaño eran muy cuidadosos con
su apariencia personal, al extremo de acostarse vestidos con un traje y pulcramente
peinados si sentían que la parca les mordisqueaba los talones. Éste no debía ser diferente
a sus colegas de época y “El Mirlo” seguro hasta se bañaba con el postizo puesto. Lo que
podría explicar su presencia bajo el agua. ¿Pero iba dejarla ahí para ir a desayunar
pelado?, rumió.
Como buen investigador dudaba de todo y de todos. En este día eso no cambiaría. Salvo
que el llamado de la Central asignándole el caso lo sorprendió. Él era de Homicidios de la
Policía Federal, el hecho, si hubo alguno, ocurrió en una casita de Villa Martelli, localidad
del conurbano bonaerense, zona de fábricas y aceiteras, con lo cual le correspondía a la
policía provincial. Además, se trataba de un personaje casi ignoto, retirado de la actividad
musical muchos años atrás. Nadie en el barrio supo decir si tenía familiares o si recibía
visitas. Así se lo confirmó Sampietro, que interrogó a los vecinos. Esa celeridad suprema
que ponía era eficaz y siempre estaba delante de sus órdenes. Quizás eso lo irritaba o tal
vez los cincuenta acabados de cumplir, traían esa tendencia a molestarse por nimiedades.
- ¿Qué encontraron en la requisa? – preguntó Velázquez al equipo forense.
Fotos, afiches ajados por el tiempo que anunciaban las presentaciones de “El Mirlo”, una
cédula de identidad argentina con los datos borrosos por la humedad, algunos discos de
vinilo llenos de polvo y un manojo de cartas sujetadas con una liga de goma. Todo fue
colocado en sobres dentro de una caja y etiquetado, mientras le leían el inventario.
- ¡Acá hay algo más! – gritó el Sargento desde el dormitorio. Velázquez Ortiz entró a la
habitación y vio a Sampietro de rodillas. - ¿Me da una mano, Señor? – le mostró una parte
del piso que se notaba diferente del resto, disimulado debajo de la mesa de luz. El
inspector sacó una pequeña navaja del bolsillo y comenzó a escarbar entre las tablas,
hasta que una cedió y el suelo se abrió con un crujido. La caída, por imprevista, provocó la
risa nerviosa del Sargento pero el efecto contrario en su jefe. – ¡La reputa madre que lo
remilparió, Sampietro! – exclamó Velázquez mientras trataba de sacarse de encima las
astillas y la tierra que se desprendió encima de ellos al caer en una especie de fosa de casi
dos metros de profundidad.
Sampietro encendió la linterna del celular y encontró una lámpara ajustada entre dos
vigas. Parpadeó iluminando a media luz el pozo que ahora se descubría como un sótano.
Apuntó con el índice de la mano derecha hacia la pared de enfrente. Ambos
enmudecieron unos segundos y mientras continuaban desempolvándose, Velázquez no
pudo contenerse.
- Hijos de puta, con razón me llamaron – exclamó y el chirrido de neumáticos contra el
pavimento de un vehículo acelerando la partida llegó desde la calle.
Capítulo II
“Había en nuestros sueños delirios de distancia”
El silencio sólo se rompía por alguna tos apagada y el chapalear del remo en las aguas
umbrosas del Río Paraguay. La canoa con su carga, que ocupaba la proa y la popa, se
deslizaba mansamente en medio de la oscuridad de la noche sin Luna. Propicia para el
contrabando de mercancías y gentes. Las luces de Asunción se alejaban y las de Paso de la
Patria aún eran un anhelo de los navegantes. Amontonados en el centro de la
embarcación iban las mujeres y hombres que buscaban trabajo detrás de la frontera
argentina. Unos como hacheros en el monte o zafreros golondrinas, las mujeres para
servir en alguna casa de Buenos Aires. Aunque ese afán quedara en el camino y el
verdadero destino estuviera en algún burdel de los muchos que florecían en Formosa,
para apagar las necesidades de los trabajadores rurales o los dueños de la tierra. Unas
pocas con suerte podían llegar a la Capital Federal argentina y trabajar como domésticas,
si lograban escapar de los mercantes de sexo.
Esa noche un muchacho de dieciséis años decidió cruzar definitivamente a la otra orilla y
dejar lejos una vida de changas esporádicas en el puerto paraguayo, durmiendo entre
bagayos. Llevaba unos meses enrolado entre traficantes y contrabandistas, que por su
juventud lo hallaron efectivo para pasar desapercibido ante las autoridades. Los
gendarmes argentinos tampoco se atreverían a pedirle dinero a un adolescente, aunque
más de una vez debió escapar a las corridas de algún depravado con uniforme que intentó
aprovecharse de él. Las peleas callejeras y el picadito de fútbol casi diario lo mantenían en
forma, así que tras un par de patadas en los huevos del milico la carrera hasta el bote lo
ponía a sana distancia. Julio Marcial Troncoso no iba pensando en esos avatares mientras
atravesaba el río, sino en cómo ganarse el pan de otro modo y con menos sobresaltos. No
extrañaba una familia, en realidad nunca la tuvo y cuando escapó de la casa de un tío
borracho, que a desgano se hizo cargo de criarlo, juró que de ahí en más se ocuparía por sí
solo de sobrevivir.
Quiso encender un cigarrillo y el capanga más cercano le lanzó una advertencia con la
mano alzada. No estaba censurándole el vicio por su corta edad, con el puño cerrado
frente a la boca indicaba que debía fumar de ese modo para que la brasa no los delatara.
Asintió con la cabeza y encendió un fósforo bajo la palma izquierda. Se quemó con el
fuego pero aguantó hasta que ardió el cigarro. En ese efímero chispazo la vio y no pudo
dejar de mirarla hasta que el dolor de la quemadura lo trajo de vuelta a la realidad y
puteando arrojó la cerilla por la borda mientras el humo se le colaba por los dedos. Fue un
instante sin medida de tiempo, demasiado corto pero jamás olvidaría esos ojos que lo
miraron fijo entre el resplandor de la llama. No debía tener más de doce años, pero el
rostro de la niña estaba atravesado por la sombra de una madurez precoz a fuerza del
dolor y los maltratos. Una cicatriz que dividía en dos el labio superior de la pequeña
testimoniaba el abuso. Apenas se la veía entre las otras mujeres que se cubrían las
cabezas con una lona oscura para mimetizarse con los bultos. No dejó de pensar en otra
cosa el resto del viaje. Muy bajito comenzó a tararear el único tango aprendido de un viejo
loco que canturreaba entre los restos de naufragios amontonados en el muelle. Hablaba
de los sueños, distancias y delirios, llevados en pequeños barcos de papel.
El sacudón y la orden de saltar lo despabilaron. Se echó al hombro uno de los paquetes de
contrabando y caminó buscándola en la penumbra. Alcanzó a verla un poco más
adelantada en la fila, al intentar acercarse a ella el frío de un puñal lo frenó. Uno de los
matones apoyó el filo en su garganta mientras le susurraba al oído la amenaza. Jamás le
pareció tan fría y ajena su propia lengua nativa.
– Apeté remanota nde mitârusu rehetûro pe mitakuña – fue la advertencia mortal.
Se quedó callo y dirigió sus pasos hacia dónde el amenazante matasiete le indicaba con la
punta del arma. De reojo pudo ver como la niña se desvanecía veloz en el monte. No supo
su nombre pero la vida juntaría en sus desgracias a Julio Marcial Troncoso y Eloísa Ramírez
otra vez.